TENGO
QUE PODER
Era
una noche común y corriente, bastante cálida, finales de los ochenta.
José festejaba su cumpleaños, la casa estaba llena con sus amigos tanto de la vieja guarda como de los recién conocidos, jóvenes todos, acercándose a los treinta cuando aún se tiene el mundo en las manos y la cabeza llena de anhelos, pero ya más aterrizados que a los veinte.
Llega María Cristina con su desparpajo habitual, divertida, bailadora y muy sociable. Enseguida hace liga con los presentes y empieza una noche más de diversión y juerga. A su lado se encuentra un hombre joven, Alejandro, carismático, amable con el que hace empatía enseguida y desde ahí empezó una relación sui generis. Él era encantador, interesante, hablada de música, arte, actualidad, pero también muy a tono con la moda además de que sus modales refinados y su léxico culto, propio de la clase social a la que pertenecía deslumbraron a María C; en su ciudad este tipo de personajes no era tan común.
Todo
ese desborde de alegría, risas y juergas escondía su más terrible secreto: el
temor (mejor dicho, el terror) de no encontrar con quien casarse. Cualquiera
podía ser el candidato con tal de no estar sola.
María C era una mujer de 28 años, ejecutiva, había estudiado en Londres y se desempeñaba en un alto cargo en una empresa de manufactura muy reconocida en su ciudad. Hablaba varios idiomas y adoraba su profesión por lo que era muy exitosa y reconocida en lo que hacía, lo que camuflaba muy bien su talla L. Un amigo de la universidad le había dicho que ella lo tenía todo: clase, inteligencia, trabajadora, divertida, con dinero, buen ser humano solo le sobraban unas libras de más. Esas libras de más, hacían evidente su inseguridad, su sentirse permanentemente inadecuada y el círculo lo completaba su eterno sentimiento de vergüenza que la acompañaba, no importaba que tantas bondades tuviera.
Conocer
a Alejandro y que este la aceptara y la validara fue para ella un sueño. Era la
primera vez que un tipo de clase alta se fijaba en ella. Eso lo hacía
especialmente interesante. Su recorrido amoroso, por su inseguridad y baja
autoestima era un listado de hombres a los que se les daba mucho y no daban
casi nada a cambio, generalmente de una clase inferior a la de ella. Le
encantaban los especímenes raros, pues en su enredada cabeza consideraba que
eso era vivir y de verdad se metió con hombres que rayaban en lo peligroso. El
único hombre al que había amado y se había sentido amada era un muchacho de
clase media media, sin un trabajo estable y por mucho que lo quisiera sabía,
que no podía permitirse el lujo de llevarlo a su casa y casarse con él,
teniendo en cuenta también que él era una persona afectivamente inadecuada a su
manera.
Volvamos
a Alejandro. Al principio el hombre fue encantador, absorbente, se la presento
a su familia. Sagradamente llegaba a la hora de la salida del trabajo a
recogerla en su Mercedes Benz. ¡Ella se
sentía dichosa! Y lógico hacia cualquier cosa que él quisiera. Empezó a notar que detrás de la bohemia no
trabajaba, por ende, vivía de lo que quisieran darle sus padres, o sea, ella
terminaba pagando buena parte de las salidas. Él era lo que ella había visto la
primera vez: encanto, presencia, cultura y nada más. Pero cuando ella quiso
ponerle distancia, habían pasado varios meses y ya el apego le había ganado la
partida. Descubrió que además la usaba para tapar su no definición sexual y
quedar a salvo de la crítica familiar.
¿Cómo
justificar ante ella misma que le entregaba lo más importante como era su
descanso a él a cambio de nada? La relación básicamente consistía en salir
desde que la recogía a dar vueltas por la ciudad, ir a cocteles aburridos, los
fines de semana ir a la playa, comer algo y llegar a dormir a las tres de la
mañana todos los días, pues como él no trabajaba dormía hasta medio día.
Empezaron
ataques de rabia porque si o porque no, cada vez in crescendo. Un día se
enfureció Alejandro y la acuso de estarle haciendo la encerrona para casarse
con ella porque ya estaba quedada.
Ese
último estallido, la estremeció pues a esas alturas estaba super consciente que
el tipo no servía para nada y que se daba el lujo de intratarla y menoscabarla.
Para no alargar la historia esa noche termino en una relación sexual con otro
nada que ver, de la que pasó su susto, pues creyó que le había pegado el sida.
Dicho de otra forma: De las brasas para
las cenizas.
Pero este fue el fondo. A partir de esto, decidió que tenía, sí o sí salir de es
a relación que le quitaba y no le aportaba. El problema era que Alejandro no se dejaba sacar, María C lo intentaba, pero no podía ponerle punto final a esa relación.
Decidió
que no podía sola, buscó ayuda. Su terapeuta le enseñó una pequeña frase que
entonces ella tomó con su mantra: TENGO QUE PODER.
Tengo
que poder acabar con esta relación
Tengo
que poder quedarme sola
Tengo
que poder ser capaz de alejarme de quien me hace daño
Tengo
que poder darme a mí misma una oportunidad
Tengo
que poder, tengo que poder, tengo que poder….
Se
demoró seis meses, pero un día por un comentario casi sin importancia tuvo el
valor de no volverlo a ver.
Fue
duro para ella, terminar y acabar internamente con una relación que se negaba a
morir en el afuera. Tuvo que matar la ilusión cuando esta físicamente se negaba
a desaparecer.
Esto le dejó una enseñanza para toda su vida. Sintió por primera vez que podía tener el control de su vida, que más allá de sus sentimientos y emociones, había una esencia dentro de ella que tenía el poder y a partir de esta experiencia supo que podía acceder a lo que se merecía y no a lo que quería.
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